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Mamá Tina, Doña Tina

By Ana Maria Gonzalez Puente



Cuando yo nací, mis padres estaban separados y antes de yo cumplir el año, divorciados.


Mi madre, para los demás doña Patricia, se convirtió en una madre soltera de ocho niños en un país donde no existía sección ocho ni nueve ni diez y mucho menos daban cupones de alimentos.


Para suerte suya y la de su prole, en la familia existía una matriarca. Esa era mi abuela. Mamá Tina para mí y doña Tina para los vecinos y amigos.


Mamá Tina se encargaba de arreglarle la vida a todos los de su entorno con consejos prácticos, ayuda económica, un plato de comida caliente y hasta una muda. Enviudó muy joven durante la tiranía de Trujillo y para mantener a sus hijos tenía una pensión fonda en su casa de El Seibo. Allí vivían el fiscal venido de otro pueblo mientras traía a su familia si estaba casado, cualquier inspector de la Secretaría de Agricultura u otra dependencia del Gobierno. Otros transeúntes iban a desayunar y/o almorzar como los jóvenes del Cuerpo de Paz.


Para éstos siempre estaba presta con un fogón encendido, una olla hirviendo, un tajo de carne seca en el cordel del pasillo frente a la cocina, un aguacate maduro a la mano.


Cuando su hija Patricia se divorció, mamá Tina le cedió tres habitaciones y le dio tres consejos. El primer consejo fue que tuviera mucho cuidado con salir sola a bares porque la iban a desacreditar como mujer. Sí, eran esos tiempos en los sesenta donde la reputación de una mujer estaba sujeta al qué dirán. El segundo fue que buscara trabajo como oficinista, pues para algo era taquígrafa-mecanógrafa. El tercero era quizás el más difícil de ejecutar. Le dijo que le entregara los varones al papá y ella se quedara con las hembras.


–Tú no puedes quedarte con este reguero de muchachos y el buen pendejo gozando de la vida –declaró doña Tina.


Esto nunca ocurrió.


Mamá Tina crió cinco hijos y no se sabe cuántos nietos incluyendo dos nietas que una hija le dejó por unas horas porque tenía que ir a hacer una diligencia a la capital. Todavía la están esperando.


Mamá Tina se levantaba a las cinco de la mañana y prendía el fogón con las brasas que había guardado entre cenizas la noche anterior. Cuando uno de sus hijos quiso comprarle una estufa le dio un no rotundo y para suavizarlo dijo que las estufas junto con el tanque de gas explotan y ella no quería una desgracia en su casa.


Nuestra matriarca tenía las uñas de las manos negras de bregar con el carbón, agarrar las brasas de un anafe y soltarlas en el otro como si no quemaran. También de pelar plátanos, yuca llena de tierra y otros víveres.


Algunas tardes, hacía dulces de leche y de naranja, masitas y pan. Era un verdadero placer estar en su casa. Podía ser estricta y cariñosa a la vez, según las circunstancias. Conmigo en particular era muy tierna.


Después de la faena de la cocina se sentaba en la galería a leer el periódico, pues le gustaba estar informada. Entre secciones y secciones tomaba tiempo para sentarme en sus piernas, acariciaba mi pelo y me preguntaba si quería un pedazo de dulce de leche con masita. Manjar de los dioses.


Con el tiempo y gracias a su diligencia, mi madre, doña Patricia, empezó a trabajar en el Distrito Escolar del pueblo. Mamá Tina le aconsejó, o le dio órdenes porque sus consejos eran más órdenes que ejecutar, de que jugara un san. Arregló para que le dieran un número bajito para que pudiera mudarse a su propia casa. Dicho y hecho. Al poco tiempo nos mudamos, aunque no muy cerca de la abuela para las distancias de pueblo.


Mi madre era muy celosa y protectora de sus hijas. Después que nos mudamos, me costaba sacar permiso para ir a visitar a mi mamá Tina. En una ocasión que por fin lo conseguí, mamá Tina preguntó por qué hacía varios días que no la visitaba. Le conté que no me daban permiso.


–Yo hablo con ella. No te apures –dijo.


Ni corta ni perezosa me llevó de regreso a casa. Al ver a mi madre, sin saludos protocolares, le entró diciendo algo así como que la niña me ha contado que no le quieres dar permiso para visitarme.


–¿A qué se debe esta negativa? –preguntó doña Tina a doña Patricia.


La última no supo qué contestar.


La matriarca exigió que se me dejara ir a visitarla cuantas veces yo quisiera, pues su casa no era una de citas y yo no corría ningún peligro.


A partir de ese día los permisos fueron concedidos al acto.


Estoy segura que a mi progenitora no le gustó que la delatara ante su propia madre.


Cuando yo tenía cinco años participé en un certamen para elegir una reina y varias princesas con el objetivo de recaudar fondos para el Club Faro de Hicayagua. Mamá Tina me enseñó cómo debía dirigirme a los adultos para conseguir que compraran boletos.


–Primero les pide permiso con una sonrisa y cuando te lo conceden, les dice del reinado y que deseas que contribuyan –repitió varias veces.


Ella era la persona más alegre contando a diestra y siniestra que su nieta iba a ser por lo menos princesa de la alegría en el reinado a celebrarse durante las fiestas patronales de mayo.


Cuando necesitas a la matriarca ella dice presente, pero cuando habla, la escuchas o la pierdes.


Cuando mi madre perdió su trabajo de empleada pública a causa del cambio de gobierno, la matriarca consideró que ya nada hacía en el pueblo y mejor era mudarse a la capital a comenzar una nueva vida y que mis hermanos pudieran ir a la universidad si así lo deseaban.


Siempre conocía a alguien, siempre sabía con quién hablar y pedir favores que sabía pagar a su debido tiempo. Para esta ocasión desencamó a un primo militar que habían trasladado a la frontera e iba a alquilar su casa en el ensanche Ozama en la capital. Arregló todo y en pleno año escolar pusieron todos los motetes en un camión y nos mudamos -sin darnos cuenta- a la capital de la República.


Yo tenía diez años cuando esta mudanza tuvo lugar y ¡vaya mudanza! Tuve un choque cultural enorme. Los capitaleños se presentaban reservados frente a la apertura y jovialidad de los seibanos.


En general todo salió bien en Santo Domingo. Una matriarca siempre sabe lo que es mejor para los suyos.


En los atardeceres no extrañaba a mis amigas y compañeras de la escuela. No. Extrañaba a mi mamá Tina. Su ternura, su afán por hacerme sentir querida, mimada, a pesar de tener a una madre soltera ocupándose de todo, de todos y de nadie en particular.


Recuerdo que cada semana y hasta dos veces por semana, recibíamos un paquete que nos mandaba con un chofer. Ese paquete era el equivalente a un ducado, a una remesa. Esperado con ansia para saciar las necesidades perentorias de las cuales ella no era ajena. Podías encontrar de todo en esos paquetes, desde un buen trozo de pan de maíz hasta una fundita amarrada con hilo de tejer con algún efectivo dentro. Cuando llegaba un paquete se nos alegraba el alma y se nos llenaba el estómago.


Ese mismo primer año cuando terminaron las clases me mandó a buscar con el chofer del pueblo para pasarme unas semanas con ella. Entonces la vi pequeña, reducida, caminando lenta. Por primera vez noté sus canas y su moño sujetado con dos ganchos. También noté su sonrisa que dejaban ver sus dientes postizos y las arrugas en la comisura de su boca fina y amplia.


Me abrazó al llegar y me hizo su pregunta favorita: ¿tienes hambre?


Cuando regresé a la capital, llevaba conmigo una funda de papel con cinco mil pesos para el inicial de una casa que mamá Tina le mandaba a mi madre. Yo era una niña todavía, pero ella me dio esa responsabilidad.


–Usted no le dice a nadie lo que lleva. Cuando llegue se lo entrega a su mamá y regresa mañana otra vez para acá. Ya hablé con ella y con el chofer –dijo segura de sí misma como siempre.


Varias veces volví a El Seibo para verla, para escuchar su voz, para sacar la cédula. La última vez que la vi con vida la habían trasladado a la capital para tratarle unas dolencias que seguramente eran achaques de la edad. Fui a visitarla a la clínica Rodríguez Santos. Le sujeté las manos. Entreabrió los ojos y me regaló una sonrisa con toda la fuerza que pudo su cuerpo afligido y moribundo.


A los pocos días, fue llevada a El Seibo para que muriera en su casa como era su deseo. Como buena matriarca había dispuesto con suficiente antelación todo lo concerniente a su sepelio.


Quiso ser velada en su casa como era la usanza en sus tiempos. Nada de funerarias.


Yo no estuve presente en el preciso momento en que partió de este mundo, pero sí me trasladé de la capital a El Seibo para asistir a su velatorio y posterior traslado a su última morada después de la misa de cuerpo presente.


Descansa en paz, mamá Tina.

 

Ana María González Puente nació en El Seibo, República Dominicana. Es Doctora en Derecho egresada de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Durante veinte años se desempeñó como funcionaria de la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York donde reside. Su ensayo Entre Luca y Juan Mejía forma parte de la antología Ni de aquí, ni de allá, acerca de la diáspora dominicana, publicada por la Asociación Dominicana de Escritores (2021). Son los tiempos es un microrrelato de su autoría publicado en el periódico El Espectador, Bogotá, Colombia en el 2020.


Su novela Doña Tina ha sido laureada con el primer lugar en la categoría Mejor obra popular de ficción y segundo lugar en la categoría Mejor novela de aventura o drama en español en el International Latino Book Awards (2019). ¡A estudiar, carajo! fue galardonada con el primer lugar en la categoría Mejor obra de ficción enfocada en asuntos latinos en español (2015). Del suelo al cielo obtuvo el segundo lugar en la categoría Mejor novela de aventura o drama en español o bilingüe (2012).


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