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La Oveja Negra Tiene Sentimientos

by Kimberly Veras


Soportamos hasta que no podemos más. El silencio callado explota como una granada que tiras, y esperas el estruendo: a veces no explota, y otras, destroza todo. Sonreímos hasta que las sonrisas forzadas se rompen. Y es solo cuando todo se derrumba y te comienzas a levantar que notan tu presencia, la que hora tiene poder.


Mi opinión es una falta de respeto, y la de ellos es la ley. Así es la depresión en un hogar dominicano. Hablar de ansiedad causa un eco que trae recuerdos a aquellos que una vez sufrieron y no pudieron dejarlo escapar de su pecho porque «Eso es mental», te dicen. «No tienes razones», «Es que haces demasiado», «No sirves para nada». Las palabras cortan el alma, pero ¿qué saben ellos de eso?


Tienes 13 años y son las 3 de la tarde en un campo de Santo Domingo, y todos afuera juegan mientras tú, tú estás debajo de tu camarote, pensando a solas. Comienzas a pasar tanto tiempo sola que empiezas a hablar con los árboles, en busca de consuelo. «Está loca», sé que dicen. No es mi culpa que aquel silencio familiar haya explotado en mí, porque soy parte de «la generación de vagos sin futuro» que sufre lo que mis padres y abuelos también sufrieron, pero siempre callaron.


Hay dolores que nadie entiende. Hay tormentas que, al parecer, no terminan en un arcoíris. Hay familias que muchas veces dejan que la sociedad les diga qué hacer: «Escuchaste lo de la hija de Fulano? ¡Qué vergüenza!». Quisiera poder decir que alguien me dijo, «Sé tu dolor, estoy aquí para ti», pero nadie trató de salvarme.


Lo peor es que ellos saben que sufres: «¿Qué te pasa? Te noto triste», y cuando les digo que no sé qué hacer con mi vida: «Que desperdicio el criarte». Sí, estoy triste, pero: «¿Por qué?», preguntan. ¿Acaso el preguntar los hace sentirse mejores padres? ¿Acaso los ayuda a sanar su propio dolor haciendo el tuyo más grande?


Ahora con 20 años, siento que no tengo nada que contar, que toda mi adolescencia voló frente a mis ojos. Sí recuerdo la insistente y constante voz: «Llega a tu casa. ¿Qué es lo que tanto anda en el medio? Tú no para en tu casa». Ahora ya ni salgo, me da miedo. Es como si el mundo se hubiese enfermado y todos estuviéramos rotos, aunque unos más que otros.


Los traumas infantiles son reales. No recuerdo mi infancia, trato de recordar cómo fue, pero no puedo. Es como si nunca hubiese tenido una, pero sé que existe, cómo sé que existe algo escondido, algo demasiado doloroso como para decir su nombre: «No digas tonterías». Talvez, mi memoria se apagó y estuvo en piloto automático durante toda mi infancia y durante los principios de mi adolescencia, pero mi cuerpo, mi cuerpo sí recuerda. Me pregunto si no recordar me cuida de algo doloroso.


Las noches me las paso pensando en mudarme, «Antes de pensar en esas tonterías, mejor aprende a cocinar, a limpiar, a fregar…». Es como que nunca estaré lista, aun cuando lo único que necesito para irme es tener la fuerza de poner un pie delante del otro, porque la vida es corta y la tristeza parece ser tan larga.


Recuerdo cuando en el hospital me llevaron a urgencias, por depresión, «Te pusiste a hablar de más, mira en lo que me metiste a estas horas». Cómo si saber que su hija pensaba en lo miserable que era no le hubiese tocado ni los pelos. La generación de mis padres fue criada para soportar cualquier tablazo, pero la mía ya se cansó. «La generación de los débiles». Talvez, sí lo somos, porque queremos ser felices. Quiero ser feliz, pero para ser feliz se necesitan fuerzas. Llevo un diario cada vez que lloro y siempre empiezo: «Hola, de nuevo...». Se han vuelto tan constantes.


Cuando le dije a mi mamá que estaba en terapia, me dijo: «¿Para qué?». Cuando le dije que estaba tomando pastillas para la depresión, me dijo: «Deja de tomar eso». Las pastillas me llevaban de subida y desde allá podía ver mi vida, y solo me dolía ver cuánto me iba a doler cuando los efectos se me bajaran.


Creo que la peor parte de tener depresión y de tener padres dominicanos al mismo tiempo es que no se toman nada en serio. No entiendo cómo pueden decirme: «Hija de tu…», como si no fuera nada, o amenazar con pegarme si no hago algo. Pero ya mi mente está domesticada y, si escucha una amenaza, responde. Todo eso se acumula y los apartamentos aquí no son tan grandes como para poder tener espacio para recargarse. Todos los días, mañana, tarde y noche, debo saber que soy una decepción. A cada hora, debo saber que mi carrera universitaria me hará «pasar hambre» y que moriré de eso, que soy «una inútil» y que no puedo hacer nada bien.


Antes de venir a Estados Unidos, no sabía de la depresión. La sufría, pero no la conocía; me atormentaba una enfermedad que no podía nombrar. Nadie nunca te dice qué es la depresión, es como si fuese algo prohibido en una casa porque el mencionarlo le da lugar y le da vida. Recuerdo cómo lloré durante la llamada con mi terapista, cómo le dije que ya no podía más. Meses después, la terapista dejó de llamarme y me quedé esperando una última llamada que nunca llegó. «Es lo mejor», me dijeron en casa cuando les conté que necesitaba una nueva terapista, pero ¿lo mejor para quién?


Cuando empecé a estudiar, me dijeron: «Búscate algo que haga dinero», pero yo no sabía qué significaba eso. Comencé estudiando enfermería en un community college y terminé graduándome de inglés. Me avergonzaba decirles a mis padres, porque sabía su respuesta y no quería sufrir más. Comencé a cuestionarme si yo era lo suficientemente buena o si ellos tenían razón cuando dicen que soy una inútil.


Conseguí un trabajo en una compañía de relojes siendo asociada de correas y joyas, y a los 4 meses me promovieron a especialista. Entonces, me cuestioné si ellos, a pesar de ser mayores, no tenían razón. A veces, las mejores noticias no tienen un final feliz. «Felicidades, y ¿cuándo volverás a la escuela?». Quisiera gritar que no lo sé, que no sé qué quiero, que no sé qué me depara el futuro, que el mañana y las personas me asustan y que es su culpa, que ellos crearon inseguridades en mí y que no puedo salir de la casa, que todo me duele, pero solo les digo: «El semestre que viene». Siento que ando dando saltos en la vida, esperando caer y con la intriga de qué pasaría si simplemente camino. Pero, no puedo caminar cuando tengo a alguien siempre diciendo: «¿Qué piensas hacer con tu vida? Te veo fea, ya madura. ¿Qué es lo que tanto haces trancada?»


Pero de lo que se sufre detrás de puertas cerradas no se habla. Como los vecinos escuchan los gritos y no hacen nada, porque de seguro en sus casas son iguales, y entienden. Tampoco se habla de lo que todos llevamos dentro y sobre lo cual queremos gritar, porque el silencio hace un ruido que llevas por dentro, que quisiera ser escuchado, pero siempre dicen: «Deja de llamar la atención, que tú no estás triste, solo quieres que te miren porque no eres bonita». Pero ¿desde cuándo la belleza y la depresión van juntas? ¿Desde cuándo una cosa tiene que ver con la otra?


El día que me hice ciudadana americana estaba tan feliz, pero al salir del lugar: «Es que tú no haces nada bien. ¿No te dije a ti que salieras por el otro lado, coño? Es que ustedes hacen que uno se enoje, pero hoy es tu día.». Obvio, es mi culpa que, después de la emoción de pasar el examen de la ciudadanía, en un edificio en el que nunca había estado, yo hubiese salido por el otro lado. «¡Felicidades! Y sí, veo que no era mi día, sino el tuyo.


Cuando mi hermano me molesta, «¿Qué le hiciste?» Sí, tienes razón, yo empecé. Cuando quieren algo, «Hazme ese favor». Si digo que no... Es más, no existe decir que no, eso no existe. Cuando respondes para defenderte, solo escucho: «A tus amigas sí las dejas tú que te hablen como se les da la gana». Si mis amigas me hablaran así, como me hablan ellos, ya no fueran mis amigas. Algunos lazos son difíciles de romper. Cuando no quieres salir con ellos: «Ah, pero con Fulanito sí que vas a todas partes». Fulanito no me obliga a salir, ni me habla mal cuando salimos. Cuando salgo y ando «amorrada», me dicen: «Para eso, te hubieses quedado en la casa». Cuando no ando del todo feliz con su nueva pareja: «Hija de tu …Ella no es así, tenías que ser tú la que hiciera el show. Estoy muy decepcionado de ti. No tienen educación, son como animales. Las personas que no son humildes no deberían estar vivas». Pues, ¿qué razón tiene al decirme eso por estar callada? ¿Por qué hasta el silencio les molesta?


Debió haber empezado todo con un ambiente tóxico donde los padres de mis padres, mis ancestros, criaron a sus hijos normalizando el gritar, las malas palabras, la opinión de la gente, el criticar; y toda raíz con veneno, hace que los frutos nazcan dañados. Lo peor de este veneno es que se multiplica, no se detiene.


Al punto de cumplir los 21, empecé a darme cuenta de que soy una esclava. También me di cuenta de que más de una vez debí haber sido considerada «la oveja negra», sobre la cual nadie tenía esperanzas de que fuese a convertirse en alguien. A tan solo semanas de cumplir los 21 años, me di cuenta de que hasta la felicidad cuesta dinero en este país, que los apartamentos son más pequeños cuando los que viven contigo no te dejan respirar, que la renta es muy cara para solo una persona, que todo es caro y que no puedo seguir viviendo así.


—Cría cuervos y te sacarán los ojos. —Entonces, ¿ustedes también fueron cuervos, o de eso tampoco se habla por que es faltar al respeto?


Hay un punto después del cual se dice que no hay retorno, y creo que estoy en ese punto, en el cual no me importa que me hablen porque siempre me han llamado «malcriada y malagradecida» por todo lo que digo y hago. Cuando rompes el silencio es cuando todos te miran, cuando dejas de ser «la hija perfecta». Solo cuando te cansas, cuando explotas, cuando nada te importa, cuando te das cuenta de que eres la oveja negra, y que tus sentimientos son válidos y que ellos no tienen razón.


Es sofocante vivir con más de una voz en la cabeza: «Mira, muchacha, tú no tienes consideración de nadie», o a veces «Si te vas de la casa, imagínate que ya no existo» y otras veces «Si me sigues buscando, sí me vas a encontrar». Alguien debe arrancar las raíces, alguien debe levantar la cara y decir: «Estoy cansado». Alguien debe romper las ataduras antes de que nos maten. Creo que debe ser mi generación, que mis primos y yo somos los que debemos romper el mito de que hablar de tus emociones te hace débil. Al contrario, te hace más fuerte porque nada se mantiene jalándote.


La oveja negra dice de eso sí se habla.

 

Kimberly Veras nació y se crió en la República Dominicana y se mudó a los EE. UU. durante su segundo año de secundaria. Se graduó con un título de asociado en inglés y, mientras estudiaba, fue miembro de dos clubes de escritura, lo que la llevó a tomar la decisión de cambiar de enfermería a inglés porque la escritura le daba lo que la enfermería le estaba quitando. Muchos de sus trabajos han sido publicados en antologías y ganó otros concursos de escritura mientras estaba en la universidad. Ahora, con 21 años, trabaja y sigue escribiendo. Uno de sus objetivos es seguir compartiendo sus escritos con el mundo y algún día publicar su propio libro.

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